Photo day, con un lindo sunset 🌅

No todos los días tienen ese algo especial. Pero cuando lo tienen, lo sabes desde el primer momento. Así fue ese día: un sábado que empezó con la intención de ser solo un paseo más y terminó grabado como una pequeña película en mi mente. Lo llamé “Photo day”, sin planearlo demasiado, solo con la idea de salir, cámara en mano, y dejarme llevar por la luz.

La tarde estaba tibia, ni calor sofocante ni frío que moleste. El cielo tenía ese tono celeste pálido que promete algo bonito cuando caiga el sol. Salí con mi cámara, mi mochila liviana y unos audífonos con una playlist suave, perfecta para caminar sin rumbo fijo. Lo que no sabía era que me iba a encontrar con uno de los atardeceres más lindos que había visto en mucho tiempo.

Empecé a caminar por el parque cerca de casa, ese que tantas veces he visto y que, sin embargo, siempre tiene algo nuevo para ofrecer cuando vas con ojos curiosos. Había niños corriendo, parejas sentadas sobre mantas, señores paseando a sus perros, y en el aire una vibra tranquila, como si todos supiéramos que algo bueno se acercaba.

Fui tomando fotos sin pensar demasiado: los reflejos del sol en las hojas, una bicicleta vieja apoyada contra un árbol, una pareja riéndose a carcajadas con el viento enredando sus cabellos. No eran fotos planeadas ni posadas, eran momentos que pasaban y que yo simplemente atrapaba con un clic. Me encanta eso de la fotografía: la posibilidad de guardar lo fugaz, lo que si parpadeás se te va.

Caminé más allá del parque, siguiendo la dirección del sol. Sentía que me llamaba, que tenía algo para mostrarme. Y así llegué a un mirador que casi siempre está vacío, pero que esa tarde tenía algo distinto. El cielo comenzaba a teñirse de dorado y naranja, y había una energía especial en el aire. Me senté en el borde, saqué mi botella de agua y me puse a observar, simplemente a observar.

El sol empezó a bajar lento, como si también quisiera disfrutar el momento. Todo se volvió más cálido, más suave. Las sombras se alargaban, los colores se volvían intensos y, por un instante, el mundo pareció quedarse en silencio. Era ese momento mágico del día en que la luz lo transforma todo, en que incluso lo cotidiano se vuelve cinematográfico.

Le saqué fotos al cielo, claro, pero también a las siluetas de las personas que estaban ahí. Un chico sentado con su guitarra, una mujer mayor con una libreta escribiendo algo, una madre levantando a su hijo para mostrarle el horizonte. Cada escena parecía un cuadro. Y yo, ahí, intentando capturar ese regalo que nos daba el día.

Justo cuando el sol tocó el horizonte, pasó algo curioso. Una bandada de pájaros cruzó el cielo, y todos —literalmente todos— levantamos la vista al mismo tiempo. Fue como si el universo nos hubiese coreografiado. Algunos sonrieron, otros sacaron sus teléfonos, y yo apreté el disparador justo en el instante perfecto. Una de esas fotos que no sabés si fue suerte, instinto o una mezcla de ambos, pero que sabés que es especial.

Cuando el sol desapareció del todo, el cielo se tiñó de un rosa intenso, y la gente empezó a irse, poco a poco. Yo me quedé un rato más, como queriendo estirar el momento, como si al quedarme ahí pudiera absorber un poco más de esa paz. Revisé las fotos en la pantalla de la cámara y me di cuenta de que ese día había logrado algo que pocas veces pasa: había capturado no solo imágenes, sino emociones.

Volví caminando despacio, con una sonrisa tranquila y el corazón liviano. Ese “Photo day” se había convertido en algo más: en una pausa necesaria, en un recordatorio de lo lindo que es detenerse a mirar. No hacía falta ir lejos ni tener un plan elaborado; a veces lo más bello está justo ahí, esperando que levantes la vista.

Esa noche, mientras editaba algunas fotos, le puse música suave de fondo y me dejé llevar. Cada imagen me devolvía al momento exacto en que la tomé. Y entonces entendí algo que muchas veces olvidamos: los atardeceres no se repiten. Aunque el sol caiga todos los días, nunca lo hace igual. Cada sunset tiene su propia personalidad, su propia historia.

Por eso este día merecía un nombre, un título, algo que lo inmortalizara más allá de las fotos. Le puse “Photo day, con un lindo sunset 🌅” porque eso fue exactamente: una jornada para mirar, para agradecer y para guardar belleza.

Y así, cada vez que vuelvo a ver esas imágenes, me acuerdo de ese aire tibio, de los colores derramándose sobre la ciudad, de la gente compartiendo un momento sin saberlo, y de cómo, a veces, el mundo se alinea para darte un pequeño regalo visual. Solo hay que estar ahí para recibirlo.