Agustín había pasado días vagando por las calles, con su frágil cuerpo apenas capaz de llevarlo adelante. Con solo un ojo, luchaba por desenvolverse en un mundo que solo le había mostrado crueldad.
Sus costillas sobresalían, sus pasos eran lentos, y como el hambre y el agotamiento le pasaron factura, se desplomó allí mismo. Había estado rogando que alguien se fijara en él, pero nadie se había detenido, hasta ese día.

Cuando llegaron los rescatistas, Agustín apenas tenía fuerzas para levantar la cabeza. Pero al hacerlo, su mirada cansada se cruzó con la de ellos con algo inesperado: no derrota, sino esperanza.
A pesar de todo lo que había pasado, seguía creyendo en la bondad. Y en ese momento, supieron que no podían decepcionarlo.

El camino hacia la recuperación fue difícil. Su cuerpo estaba frágil, plagado de infecciones, y luchó por recuperar las fuerzas. Cada paso era un desafío, pero Agustín nunca se rindió.
Con cada comida, cada toque suave y cada voz tranquilizadora, poco a poco comenzó a sanar.
Pasaron las semanas, y la transformación fue un auténtico milagro. Su cuerpo, antes delgado, se rellenó, su pelaje opaco se recuperó y su espíritu, antes sepultado por el miedo, comenzó a brillar.

Aprendió a navegar por el mundo con un solo ojo, abrazando la vida de una manera que nadie creía posible.
Entonces, el mejor momento de todos: Agustín encontró un hogar definitivo. Ya no está solo ni abandonado; ahora pasa sus días rodeado de amor, calidez y la felicidad que siempre mereció.
Su historia nos recuerda que incluso las almas más destrozadas pueden sanar con un poco de bondad. Agustín fue una vez un perro olvidado, abandonado al sufrimiento, pero hoy es un símbolo de resiliencia, demostrando que el amor tiene el poder de cambiarlo todo.
